30 de enero
Hace un año se convirtió en una de esas fechas bisagra, que te marcan. Ese día nunca más va a ser igual, en realidad desde ese día nuestra vida nunca volvió a ser igual a lo que era.
Recuerdo perfectamente cada episodio de cada hora, la espera, las preguntas de los médicos orientadores, las caminatas por esos pasillos siguiendo líneas de colores, llevando a Bauti de la mano, que estaba cansado porque habíamos madrugado un día de vacaciones y porque ya el pie izquierdo ese día parecía que se arrastraba más, en cuestión de unos pocos días. Me acuerdo de los días previos. Se me vienen a la cabeza una y otra vez esos días de inquietud, de preocupación, de sospecha, de una intuición, quizás materna, de que algo no andaba nada bien. Una sospecha que si bien no se cumplió, se superó. Porque había algo tan malo, tan malo, tan terrible que no se me hubiera ni ocurrido sospechar, no sabía ni que existía. Nadie lo sabía, ni siquiera los que debieron alertarme, porque vaya si recorrimos profesionales el año anterior a ese 30 de enero.
Desde ese día, el miedo y la tristeza se apoderaron de nuestros días, estamos aprendiendo a vivir con el dolor, ese que me desgarró el alma con la confirmación de lo que tenia Bauti, ese dolor que aún no es tan oscuro ni tan grande, pero es el dolor más insoportable, el que ahoga, el que desespera, el que desesperanza, ese que a veces no lo puedo cargar.
Me tocó muchísimas veces recordar y relatar ese 30 de enero en cada encuentro con los tantos médicos que la enfermedad nos presentó, con cada terapeuta que empezó a hacer “algo” para paliar la Adrenoleucodistrofia, porque no hay más que eso. Y aún tengo grabada esa respuesta frente a mi pregunta: y si es eso, qué hay para hacer? “Nada, en el estado avanzado en el que está, solo paliativos, control de síntomas.
Y ahí mi bronca, mi impotencia, porque nadie me supo alertar sobre lo que estaba pasando y esta mierda tuvo que manifestarse con caídas, cuando ya era tarde. “El primero siempre llega tarde” me dijeron como sentencia de muerte, como un hachazo que derribó cualquier luz de esperanza que se podía prender.
Nunca me pregunté: por qué? Siempre, y lo sigo haciendo, me pregunto: cómo hacerlo? Cómo vamos a hacer?
Después de ese 30 de enero llegaron en un abrir y cerrar de ojos las caídas más frecuentes, la pérdida de equilibrio, los bastones, las sillas de ruedas, los pañales, los remedios que se fueron sumando, la sonda. Digo llegaron pensando en que vinieron porque la enfermedad se llevó de todo muy rápido, hasta su voz también se llevó y para eso sí que no pudo llegar nada que mitigue, que haga más fácil que pueda entenderlo a veces, o muchas veces en realidad.
Esa enfermedad me trajo otro hijo, Bauti no es el mismo nene hoy, un año después. Su entereza (aunque lógicamente flaqueó muchas veces), su fe, sus ganas, su disfrute, su capacidad de adaptación a los cambios más espantosos a los que alguien deba adecuarse, su mirada más iluminada y más profunda que nunca, su SONRISA, que doy lo que sea por que no se vaya borrando… está costando, lo sé, pero me sigo aferrando a eso. Eso me mantiene de pie, Rosi es mi motor, el amor que llega de mil formas, la aceptación de todo esto y la consciencia de exprimir este tiempo de la mejor manera posible, atesorando momentos.
Y acá estoy, mientras escribo vuelvo a sentir que esto no puede ser verdad, mientras recuerdo ese día mi alma se desgarra otro poco, como cuando lo veo llorar a él, a Rosi, como cada vez que soy consciente de lo que está viviendo.
Empapelaría las calles con la información de alerta que no tuve, la ADRENOLEUCODISTROFIA
debe poder ser tratable, detectada a tiempo para que todos puedan tener aunque sea la posibilidad de batallarla.
30 de enero, mi corazón se vuelve a quebrar otro poco. No hay palabras que alcancen, nunca las habrá.